Pacientes

Nina-Simone

Nina esperaba sentada en la antesala. No había aire acondicionado, nunca lo había habido, el presupuesto del ministerio no contemplaba esos lujos para los locos.

El ventilador hacía un esfuerzo heroico batallando dos enemigos a la vez. Por un lado trataba de refrescar el espacio, y por otro ahogar con su sonido la música que salía del radio de la portera-recepcionista, una especie de salsa erótica tecno-vallenata con batería dizque rockera. “Si esa canción fuera gente” – se dijo a sí misma Nina- “sería Winston Vallenilla”.

–          ¿Tú eres la pasante nueva? Preguntó la portera mirando a Nina con extrañeza mal disimulada, quizás por su cabello cortísimo, o por el tatuaje que se asomaba por su delgado y blanco cuello.

–          Sí, me falta un semestre para terminar la carrera.

La portera – recepcionista soltó un “mmujum” que daba a entender que hasta ahí llegaba su interés y la “conversación”. Cada una volvió a lo suyo, en el caso de la portera “lo suyo” era leer la prensa, y golpear rítmicamente su escritorio con unas uñas tan descomunales y llamativas, que Nina recordó los buses que había visto en su viaje a Costa Rica, aquel viaje en el que terminó de volver a nacer.

Nina era mayor que las demás pasantes, de hecho casi siempre era la mayor del salón, pero su fisonomía blanca y delgada, sus rasgos tan olvidables, y elementos distractores como el cabello corto o el tatuaje de espinas que subían por el cuello hasta la oreja, hacían que su edad siempre pareciera un misterio. Se veía joven, pero cansada, se veía gastada. Y veces también se sentía así, pero cada vez menos.

La imagen de la antesala, y en parte la suya propia, eran medio deprimentes, pero al mismo tiempo una energía emanaba de Nina, una energía que ella misma había resumido alguna vez diciendo “caminé dentro de mí hasta llegar al infierno, y ahora estoy tratando de salir de él, pero a veces aun me jala”.

Nina había fracasado en muchas cosas en su vida, incluyendo su intento de suicidio, gracias a Dios. Hija de padres divorciados más divorciados que padres, alumna de profesores que no eran maestros, y víctima de los genes que le negaron tetas, ojos claros o rasgos atractivos; Nina fue creciendo como una nulidad, y la soledad es una fragua que no es para todas las almas. Ella creció sintiendo que importaba poco, y como vemos el mundo como somos, Nina terminó sintiendo que el mundo importaba tan poco como ella. Pero era inteligente, tenía lo que los gringos llaman “awareness”, y eso lo hacía todo peor, porque aquello de que la ignorancia es una bendición es cierto, aun más si lo que se ignora es feo.

Del colegio pasó a la universidad, a estudiar comunicación, porque era lo que menos le molestaba, era una carrera con etiquetas menos restrictivas que “ingeniero” o “abogado”, era un refugio donde podía seguir siendo gris, igual no sabía ser otra cosa. Pasaron los años y se sintió fútil, se deprimió, se preguntó cuál era el punto de seguir, y como nada importaba, esas preguntas quedaban sin responder. Pero no responder esa pregunta en particular es peligroso, a veces mortal.

Una noche en particular Nina no daba para más, había bebido y esnifado. Vivía en un apartamento en el piso 15, con vista al Lago. La noche no tenía luna, y Nina tampoco tenía satélite que la iluminara, que la acompañara. De fondo sonaba Breathe de Prodigy, en una emisora web sintonizada en la computadora, y al ritmo de la canción ella se fue acercando a la ventana. El Lago y el cielo se fundían en una sola negrura sin fondo. Nina sacó las piernas y se sentó allí. Mas que miedo lo que tenía era tristeza, como una nostalgia a futuro de su propia ausencia. Estaba lista para soltarse y dejarse ir, cuando un sonido sordo la distrajo, haciéndola esperar unos instantes y una vida.

Una canción que jamás había oído sonaba en la emisora, una canción de jazz con unas trompetas soberbias y una voz hipnótica. “I’m feeling good” decía una mujer de voz sobria y gastada, pero no gastada como se sentía Nina, era la voz de un alma gastada de vivir, de amar y doler, de ser. Era una voz tan poderosa que Nina casi sentía como si ya no estuviera sola en su cuarto.

Nina siguió allí, escuchando esa canción hablar de un nuevo comienzo con una sinceridad gigante y sin romanticismos estúpidos. La canción le decía a Nina que volver a empezar es duro, y que la vida no es fácil, pero no por eso es menos bella. Era una canción inmensa e intensa, diciendo que la vida era inmensa e intensa. El poder sentir tanto por una canción sembró en Nina la duda. Quizás en el mundo había más cosas como esa canción, capaz de batuquearle el alma; quizás no todo era gris, y ese quizás la hizo bajar de la ventana (por el lado de la vida) y entrar de nuevo a su cuarto. Quedó ahí de pie, unos instantes y luego se sentó a llorar en el piso. Cuando terminó de llorar ya la canción había terminado, y nunca supo cómo se llamaba.

Al día siguiente Nina tomó sus pocos ahorros y se fue de mochilera a Costa Rica por dos meses. Se bañó en dos océanos, sintió el murmullo de la falda de un volcán, acampó en selvas, se enamoró de un francés por toda la eternidad de una noche. Y luego regresó a su vieja casa, pero no a su vieja vida.

Apenas regresó cambió de carrera, comenzó a estudiar psicología, quería ayudarse y ayudar a otros. El principio fue lo más difícil, Nina había cambiado, pero seguía en la misma casa, rodeada de la misma gente. Su vieja vida trataba de volver a invadirle el pecho. No fue fácil, pero fue bueno, y valió la pena.

De eso hacía algunos años, ya estaba a punto de graduarse, solo le faltaba hacer estas pasantías en el manicomio público. La mayoría de sus compañeras de clase habían preferido hacer sus pasantías en la empresa de un familiar, o cosas similares, y le decían que estaba loca por hacer las pasantías en el asilo mental. Pero ella se había acostumbrado a ver a la vida a los ojos, no quería nada menos que la verdad.

La puerta de la antesala se abrió, sacándola de su ensimismamiento. Su tutora la saludó estrechándole la mano, e invitándola a pasar. La portera ignoró a ambas con total eficacia.

–          Nina, como es tu primer día vamos a comenzar con casos no-violentos, sígueme.

Cruzaron un pasillo abierto, Nina pudo ver el patio de tierra y monte donde 4 o 5 de los pacientes pasaban el rato. Como suele ocurrir con los enfermos mentales, cada cual tenía su propio lenguaje corporal, tan enajenado como ellos mismos. Siguieron caminando y entraron a una gran sala comedor donde otros pacientes hacían distintas actividades. Al final del pasillo una paciente estaba sentada con los ojos cerrados, y moviéndose suavemente de un lado a otro.

–          Nuestra primera paciente lleva acá unos 12 años, no tiene familiares ni amigos, jamás ha recibido una visita. Servicios sociales nos las trajo luego de que un carro la atropelló. No fue nada grave, y de hecho fue culpa de la paciente, cuando se pone a murmurar cierra los ojos y se pone a caminar sin rumbo. Al menos acá está a salvo de carros y malandros.

–          ¿Y qué murmura?

–          Canciones. Cada tantos años cambia de canción, pero la que está cantando ahora no la conocemos.

–          ¿Y cuál es el diagnostico?

–          Esquizofrenia

–          ¿No es algo extremo? Digo, si lo único que hace es murmurar canciones.

Habían llegado junto a la paciente, quien ahora estaba en silencio. La doctora hablo de nuevo.

–          No es lo que hace, es lo que dice. La paciente está convencida de que ella es una heroína, y que su superpoder es transformarse en canciones y así salvar vidas. Simone, te presento a Nina. Nina, Simone.

La paciente miro a Nina y, sonriendo, comenzó a murmurar de nuevo. No llevaba más de 3 notas cuando a Nina se le erizaron todos los vellos de la nuca.

Ya en la cuarta nota ambas estaban fundidas en un abrazo, bajo la mirada extrañada de la doctora. Nina lloraba a moco tendido, Simone sonreía con toda la paz del mundo en la cara.

 

Al día siguiente, Simone comenzó a cantar una nueva canción.

2 Respuestas a “Pacientes

  1. Excelente Fer

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